lunes, 29 de agosto de 2011

¿Qué admirar en Juan Pablo II?

En el primer cuatrimestre de 2005, con motivo de la muerte de Karol Wojtyla, al escuchar el coro de alabanzas para el papa fallecido, llegué a reflexionar acerca de lo que hubo de admirable en su persona, y concluí que eran varias cosas y en una buena medida.

Después de hacer un rápido análisis del siglo XX y lo que iba del siglo XXI me di cuenta de que Karol Wojtyla es, desde 1900, una de las 3 personas que más admiración me generan.

Sin embargo, difiero de las causas admirables que la mayoría de la gente ha citado.

Que fue un hombre santo… Santo significa “perfecto y libre de toda culpa”, según la Real Academia Española de la Lengua… No me la creo. Fue un hombre realmente muy bueno, de buen corazón, y buen accionar, pero no libre de culpas. La principal, a mi juicio, su obstinación, necedad, terquedad, para aceptar opiniones distintas a las suyas. ¡Qué diferencia con el llamado “papa bueno”, Juan XXIII, que 15 años antes de que Juan Pablo II subiera al trono pontificio, maravilló al mundo con su bondad, tolerancia, apertura, y comprensión. Juan Pablo II fue, en cambio, un papa duro, intolerante, obstinado, doctrinal, como reconocen tanto sus críticos como sus más fieles seguidores (y cuando hablo de sus más fieles seguidores, no hablo de la gente común que seguía al líder carismático, sino a los eclesiásticos más cultos y cercanos a él, quienes precisamente lo admiraban por esa firmeza de convicciones mediante la cual se negaba a todo pensamiento contrario, fuera la defensa de los métodos anticonceptivos, del aborto en casos de violación, o de la eutanasia).

Carismático. Ese es precisamente el adjetivo que más me viene a la mente cuanto pienso en Juan Pablo II. Si pienso en un papa bueno, pienso en Juan XXIII; si pienso en un papa popular, fotogénico, líder, en una palabra, carismático, pienso en Juan Pablo II.  Cuando vino a Veracruz en 1990, lo vi pasar en su “papamóvil” por la avenida Díaz Mirón, y lo que vi se me figuró el desfile de un artista famoso, de una celebridad.

No es la bondad la principal causa por la que admiro tanto a Karol Wojtyla.

Cuando en el 2003 se reveló que Karol Wojtyla tenía al menos 2 años con la enfermedad de Parkinson, yo pensé que era el momento de que renunciara a su pontificado. Terminantemente anunció que no lo haría. Y yo pensé con cierto enojo que una vez más demostraba su necedad, ahora al no ceder el trono a alguien con mayor uso de facultades que él.

Después lo seguí en los medios de comunicación en su sufrimiento. Mi enojo por su “necedad” se vio atemperado por un nuevo sentimiento: compasión. Cuando lo veía sufrir, internamente yo sufría con él. Cuando lo veía ser transportado en alguna visita pastoral, veía el dolor en su cara, veía sus ropajes y pensaba en el calor que debía de tener, y el cansancio que su cuerpo debía de estar padeciendo, yo sufría con él. Con cada una de sus recaídas, yo sabía que su sufrimiento sólo iba aumentando, y que cuando se restableciera lo suficiente para volver a estar plenamente consciente, me iba a encontrar con un hombre más sufriente aún. Y, al verlo de nuevo, yo me decía, ¿por qué no renuncia este hombre, para poder descansar en una mecedora, en el aire fresco de una terraza, con ropa ligera, con comodidades? Este pensamiento comenzaba a escapar de mi control.

Cuando vi a Karol Wojtyla tratar de dar un discurso de Semana Santa, si mal no recuerdo, de Viernes Santo, y a pesar de sus enormes esfuerzos, no pudo articular palabra alguna, no pude evitar llorar. “Que está aún en pleno uso de sus facultades mentales” decían sus allegados. Pero no renunciaba. Y nadie podía obligarlo a renunciar, porque ésa era, mientras estuviera lúcido, una prerrogativa exclusivamente suya… Ya hacía tiempo que me había convencido de que había una razón extraordinaria, que no alcanzaba a asir, por la que Karol Wojtyla no renunciaba a su pontificado. ¿Cuál era? era lo que me preguntaba constantemente en esos días.

Cuando murió, tras varios días de agonía y profundo sufrimiento, pero teniendo casi hasta el final completa lucidez, finalmente, lo comprendí.

Cristo, veinte siglos antes, sabía lo que iba a sufrir. Y fue tranquilo y resignado al matadero. La Iglesia Católica sustenta que consagró su vida y dio su carne y su sangre para liberarnos a todos de nuestros pecados. Otras Iglesias cristianas difieren un poco de esa doctrina, pero en esencia creen eso mismo. A partir de la obra y sacrificio de Jesús, sostiene la Iglesia Católica, todos podemos ahora salvarnos por Cristo, pero algo que no ha desaparecido es el sufrimiento humano.
El sufrimiento humano lo padecemos todos, aunque algunos mucho más, en un grado que resulta casi intolerable para una persona sensible. ¡¿Cómo es posible que Dios permita que exista tanto sufrimiento?! ¡¿Cómo Dios puede permitir que algunas personas sufran tanto?! La humanidad necesita encontrar esa respuesta, y con ella un consuelo al sufrimiento. ¿Y quién puede darnos esa respuesta tangible y palpable?

Y he aquí que un hombre sencillo y bueno, con sus virtudes y defectos, con sus fortalezas y debilidades, como cualquiera de nosotros; un muchacho polaco, y digo muchacho porque creo que Karol, con su alegría y su amor, nunca dejó de ser un muchacho, o un niño, como dijo Jesús, cuando afirmó que "de los que son como niños es el reino de Dios"; pero digo, este muchacho, estudioso de la doctrina católica, y convencido de la misma, concluyó que, igual que sucedió con Jesús, el sufrimiento es una vía rumbo a la salvación, y no sólo a la salvación de uno mismo que es el sufriente, sino también, a través del ejemplo, a la salvación de los demás.

Yo creo que Karol desde lo más íntimo de su corazón estaba convencido de que el sufrimiento de un ser humano es un medio preciosísimo de que se vale Dios para ayudar al mundo a salvarse; Karol demuestra lo convencido que estaba de eso en los libros que escribió, lo dice con todas sus letras. Karol sabía en lo más profundo de su ser que el sufrimiento ayuda a sacar lo más bueno y lo más puro de un ser humano; y Karol quería compartir eso; ansiaba compartir ese mensaje. Por ello escribió libros explicando sus creencias más íntimas. Pero sabía que con las palabras no era suficiente. Al igual que Cristo, sabía que las palabras no eran suficientes para transmitir su mensaje; sabía que se necesitaba un ejemplo contundente que la gente pudiera observar, palpar, sentir, vivir. Y ese ejemplo sólo lo podía dar él mismo.

Ya me imagino el conflicto interior que como ser humano -y todo ser humano es débil- padeció. Pero fue más su ardor interior que sus miedos. Y decidió dedicar su vida a su máxima obra. Karol Wojtyla decidió no renunciar sino seguir siendo visible a la gente, y que la obra de su vida iba a ser brindar con su vida y su sufrimiento un ejemplo que no se pudiera borrar de nuestras mentes, pero sobre todo de nuestros corazones. Karol anhelaba que comprendiéramos lo que él tenía muy claro, que debemos aceptar el sufrimiento como un vehículo de salvación. Y tanto fue su anhelo, que deseó con todo su corazón sufrir una intensa agonía, para que todos comprendiéramos el más profundo de sus mensajes, el mensaje que él sabía que había recibido en su alma del mismo Cristo.

Casi puedo verlo feliz en su alma, mientras su cuerpo sufría, sabiendo que estaba logrando transmitir su mensaje. Y ese fue un mensaje de inmenso amor, hacia todos nosotros.
Karol Wojtyla fue un muchacho ordinario, que trascendió a lo extraordinario, y nos dejó el legado más grande que un ser humano pueda dejar, el de haber sabido amar de verdad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario