sábado, 12 de noviembre de 2011

La Misión y el matar a un inocente

Acabo de terminar de ver la película La Misión, de 1986, por segunda vez, después de muchos años, e igual que la vez anterior, me produjo una honda impresión.

Tengo a mi hijo junto a mí, el cual siempre ha sentido gusto y curiosidad por todo lo bélico (supongo que como casi todos los niños de su edad), y quedó, como yo, conmovido por las escenas que vio en los últimos 25 minutos, que fue lo que aproximadamente duró la batalla con que cierra la película. Sus comentarios fueron “qué malos son”, “yo le voy a los indígenas”, “¿por qué quieren quemar la iglesia?”, “¿también a los niños les van a disparar?”.


La película trata de una misión jesuita que a mediados del siglo XVIII llega a la parte alta de las cataratas de Iguazú, en los actuales límites de Brasil y Argentina, y que en ese entonces era una región habitada por los indígenas guaraníes, un pueblo aguerrido que sufría el acoso de tratantes de esclavos.

El territorio estaba rodeado por colonias españolas y portuguesas, que ansiaban apoderarse del territorio, de sus riquezas naturales, y de los indígenas para venderlos como esclavos.

A ese lugar llegaron los jesuitas y lograron convertir a la religión católica a los guaraníes, los convencieron de integrarse a la misión, y trabajar en ella, aprender oficios y un modo de convivencia cercano a lo idílico, en el cual, salvo el diezmo destinado a Roma, todos los recursos provenientes de su trabajo se quedaban en la comunidad, contribuyendo a su prosperidad.


Toda esa prosperidad produjo la ambición de las coronas española y portuguesa, que presionaron al Papa para que obligara a los jesuitas a retirar la misión y así poderse repartir el territorio. El Papa mandó a un emisario con el encargo de convencer a los jesuitas de disolver la misión.

Cuando el enviado del Papa llegó a la misión, quedó asombrado ante todo lo que habían logrado los monjes, y especialmente por los avances de los indígenas, quienes formaban una comunidad pacífica y trabajadora, que podía ser la envidia de cualquier pueblo o comunidad del más “civilizado” de los países europeos de la época. El representante papal llamó a este lugar “un paraíso”, y opinó que le dolía mucho tener que quitarle al mundo algo tan bueno. Sin embargo, él ya tenía su decisión tomada: la misión debía desintegrarse, para que los españoles y portugueses tomaran posesión de las tierras y de las personas.


De los cuatro jesuitas que integraban la misión, tres decidieron luchar ayudando a los guaraníes a combatir, aún a sabiendas de que la suya era una guerra perdida. El jefe de la misión, el padre Gabriel, se queda con niños, mujeres y ancianos en la iglesia.


Uno por uno van cayendo los defensores de la misión. Al final quedan frente a frente los europeos, con sus rifles y cañones, y los que se habían refugiado en la iglesia. Cuando la iglesia y todas las casas se comienzan a incendiar, los indígenas avanzan en dirección opuesta al fuego, mientras cargan una cruz y otros objetos sagrados, y sin ninguna arma, para toparse de frente con las balas de los soldados.
Como epílogo, sólo logran escapar de la matanza unos niños, que en una canoa se alejan para internarse en la selva.

Se comenta al final de la película que hasta nuestros días los indígenas guaraníes se esconden en la selva mientras ven reducidos cada vez más sus territorios.


Con ese comentario último de la película se manda el mensaje de que ése no fue un drama ocurrido hace unos 250 años, en otros tiempos, sino que es una historia de nuestros días, un drama que ocurre en nuestro mundo occidental, civilizado, moderno y tecnológico.


En todas las épocas y lugares, siempre ha ocurrido el ataque al prójimo para apropiarse de sus pertenencias. Mientras en nuestras sociedades siga prevaleciendo el amor al dinero y al poder, seguirá habiendo injusticias, y seguirá el rico y el poderoso aprovechándose del pobre y del indefenso.


¿Es este sistema abusivo parte de la naturaleza humana?, es decir, ¿es inevitable? Es muy difícil de decir. Pero mientras alcemos la voz y denunciemos las injusticias, habrá la esperanza de que prevalezca la justicia, la paz y el amor. Parece que no es mucho lo que cada uno puede hacer, pero es infinitamente mejor alzar la voz, aunque quizás no tenga eco, que quedarse callados y ser cómplices de aquello que nos empobrece y nos envilece.


Como dice el comercial: ¿Tienes el valor o te vale?

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