Cuando oigo mencionar que los españoles nos conquistaron a los mexicanos, o que conquistaron México, me dan unas repentinas ganas de alegar y tachar de ignorante a quien lo haya dicho. Afortunadamente me controlo, pues si me pongo a descalificar a los demás, me expongo demasiado a que alguien haga ver lo ignorante que a su vez yo soy. Pero si bien admito una descomunal ignorancia en casi todo lo que es sujeto de conocimiento o de conversación, sí sé que sé una o dos cosas, y una de esas dos es: que a los mexicanos no nos conquistaron los españoles.
Los españoles conquistaron a los pueblos indígenas que vivían en el territorio que hoy es México.
De la unión de los dos pueblos, de la combinación de sus dos culturas, de sus dos lenguas -pues el náhuatl y otras lenguas indígenas agregaron vocablos al español-, de sus dos religiones -pues al igual que con el idioma, la religión católica se tuvo que amoldar a creencias, ritos y costumbres de los pueblos indígenas, que agregaron elementos hoy en día importantes en la religiosidad mexicana, como el culto a la virgen de Guadalupe-, de la unión también de las distintas razas, pues en su mayor parte sí se dio un mestizaje, de la unión de todos esos elementos, surgió paulatina y, con frecuencia, dolorosamente, el pueblo mexicano que somos hoy en día nosotros.
Nosotros, los mexicanos, no fuimos conquistados por los españoles.
Somos el resultado de la mezcla de pueblos.
Somos el producto de padres españoles e indígenas. Y uno no puede renegar de su sangre, y de la herencia de sus padres, pues llevamos en nuestro ser una parte de cada uno de nuestros antepasados. Ojalá pronto como nación, como pueblo, definamos nuestra históricamente cambiante identidad, al punto de sentirnos orgullosos tanto de nuestro pasado indígena como de nuestro pasado español, y sobre todo de nuestro presente.